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6.10.10

en el Colectivo, de noche

           Una chica. Una chica parada al costado del chofer. Una chica que puede ser una prima, una hermana, una vecina (joven), una amiga, ¿una hija?, una novia. Cualquiera de ellas entran (encajan) en ese diminuto espacio entre la tickeadora, la palanca de cambios, el pasamanos para subirse agarrándose de algo y el chofer, en su asiento, que debe resolver en ese caso, y al mismo tiempo, la unión de 2 complejas situaciones que algún científico especialista en problemas de percepción debería estudiar, seriamente, con urgencia: la doble concentración entre la mirada directa al frente, propia y desarrollada en todo conductor de un ómnibus urbano, y la periférica -sólo derecha- que lo concentra hacia la otra ocasión. Hacia ella.
           El ambiente lo componen con tenues luces de E4 próximo a la medianoche, fría. Mientras comparten, del pico, una botella de Coca-Cola de litro, de las descartables, me invade la idea de querer saber qué es lo que conversan.
           Los que ahora leen, ¿se pueden imaginar la situación? ¿Cuál será el motivo que la lleva a recorrer una y otra vez el circuito de paradas, semáforos, curvas, avenidas, pasajeros, frenos, marchas? Debe ser importante, no lo dudo. Hablan en susurros. Escuchan música que sale desde los parlantitos de un celular. Él, por su parte, no es ajeno a saber que está haciendo caer varias de las reglas que debió aprender para ocupar el lugar. Todavía, en más de un caso, se puede leer un cartel que dice “Prohibido conversar con el conductor”.
           Cuando viajo y veo esto, me parece que el hombre es el más manso. Y que mi amiga Paula nunca lo vería en Alemania.

           Bajo en la Terminal, me espera el General Urquiza.

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en el Colectivo de “matrix”

           Subimos con mi amiga Leticia al ómnibus que nos llevará al Encuentro. Doble encuentro, doble viaje, pienso. No queremos volvernos matemáticos, pero nos parece que hace 3 años que no nos vemos. Es feriado y los colectivos andan de a pocos, como los domingos, pero la gente, en la calle, anda de a muchos y agitados, como jueves.
           Algo se “mueve” raro dentro de la nave. Hay indicios de que en cualquier momento aparecerá la chispa que hará explotar la ira. Lo intuyo, se lo digo a ella. Porqué decís eso, me dice. Aquí -le digo- las personas son muy violentas. No te puedo creer, agrega. La explicación no necesita de mucho más, estalla el acto performático de todos los días. Una puerta que se abre o se cierra a destiempo, los gritos, los nuevos gritos, ahora los insultos. El chofer, que lleva unos lentes cuál degradado pariente de Keanu Reeves, arranca velozmente. Más insultos. Más gritos. Te voy a denunciar, dice una mujer al bajarse. El chofer de la nave se siente incentivado y arranca a más velocidad aún. Frena, sube alguien, bajan otros. Al hacerlo, gritan: “gordo conchudo y la puta de tu madre”. Se siente, me duele. Nuevo duelo entre los que bajan cuando la velocidad no es la indicada y quien acelera sabiendo que así no podrán bajar. Arranca, “la puerta”, gritan varios, “los va a aplastar”, gritan otros. Varios, no veo el motivo, empiezan a gritar lo que parece una consigna: “está drogado”. Otros, agregan, “llamen a la policía”.
           Una persona, desde el fondo, avanza. Está vestido de empleado de seguridad de una empresa privada. Se para por detrás y le dice, fuerte, para que muchos escuchemos, como un grito más: ¿sos pelotudo vos? El pariente de Keanu frena de golpe, varios se trastabillan. Clava el colectivo en el cordón, sale del asiento y (recién ahora lo veo, es muy grandote, más alto que yo, más grueso, más pesado) y agarra al empleado de seguridad de una empresa privada del cuello. Lo levanta del suelo. Los gritos son muchos más, llamen a la policía y está drogado ganan por mayoría. Leticia, a mi lado, me mira y no lo puede creer. No sé si por lo que ve o porque se lo había anticipado. Todos en el colectivo ahora se conectan con la policía. Qué fascistas que son mis vecinos, los cordobeses. Llaman a la policía, es decir, para que se entienda, llaman a otro que venga a romperle la cabeza. Porqué no lo hacen ellos, pienso. “Esta drogado”, grita una señora, que muy amablemente me dijo que compartía mi expresión minutos antes, cuando con Leticia hablábamos de lo mal que muchas veces hacen las instituciones, cuando creyendo que están ayudando a los artistas los anulan, y estos se vuelve un nuevo círculo de élite, que lejos de abrir campo a la creatividad, al arte, lo encierra en fórmulas caprichosas, ideadas por burócratas-gestores, formados en gestoras universidades de las burocracias culturales. También ella llama a la policía.
           Nuevamente pienso: esto es como en la televisión, en serio. Yo no quiero ser espectador de este programa que se parece a la vida. Le digo a Leticia, nos matamos entre todos o les digo que no vale la pena. Me paro, me deja pasar (no recuerdo si algo me dice o advierte). Les voy a hablar, le digo. Me paro entre ellos, los separo. Allí compruebo que el empleado de seguridad de una empresa privada es pequeño. Algo le digo al de los anteojos “matrix”. Me mira, se da vuelta, se vuelve a sentar en su puesto de comando. Arranca, nuevamente, la nave. El hombre acogotado se siente mal, se retira. Siguen los gritos, está drogado y llamen a la policía sigue ganando por mayoría. También alguno dice “pare aquí,  nos bajamos todos”.  Yo no pienso bajarme, pienso. Qué fascistas son mis vecinos, vuelvo a pensar, mientras siguen llamando a la policía. Nadie se baja.
           Próxima parada, sube una señora. Estamos a la altura de Colón al 5000. ¿Alguien sabe dónde mierda comprar un cospel en ese sitio, un día feriado? La mujer le dice que no lo tiene. Cómprele a algún pasajero, le dice, ahora un tanto calmado el chofer. Todos escuchamos, la mayoría se hacen los boludos. Ahora pienso, qué pedazo de hijos de puta son mis vecinos. Le pago el viaje, me agradece. Nada sabe de lo sucedido hace unos pocos segundos. Qué habrá creído que hacía la gente que desde sus teléfonos celulares llamaban a la policía diciendo “vamos en el coche Nro. 158 de la línea E1, el CHOFER ESTÁ DROGADO”.
           Nueva parada, ahora altura del Tropezón. Vienen de una obra de edificios de Gama. Son tres, apariencia de obreros de la construcción, fumados como pocas veces vi en mi vida. La baranda a faso invade toda la nave. Suben, y dicen: no tenemos cospeles.
No, era mucho. Ni yo, que creía que había visto mucho, ahora lo puedo creer. Están re-duros. Se ríen entre ellos. Sólo uno avanza dentro del colectivo. (¡Qué pedazo de hijos de remilputa son mis vecinos!) Le paso un cospel. Paga su pasaje. Los otros 2 no se pueden mover del lado del chofer. Córranse, paguen el boleto o se bajan, les dice el de los lentes “matrix”. El que creen que está drogado.
           Con Leticia nos reímos mucho. No, dice ella, esto no es cierto. Sí, le digo, sucede a diario. Los 2 que no tienen cómo justificar que estén en colectivo, deciden bajarse. Lo hacen y así como lo hacen se meten a caminar por una calle dentro de un barrio, antes del Estadio. Después, otro día, Leticia me pregunta: ¿habrá sido una estrategia para no pagar?
           Llega nuestra parada. Al llegar al fondo para bajar, el empleado de vigilancia de una empresa privada está llamando a la policía. Cuenta que el chofer drogado lo agarró del cogote. Se baja con nosotros. El chofer nos da todo el tiempo para descender tranquilos.
           Para nosotros, le digo a Leticia, la inauguración del encuentro de performance fue antes, privada. Nos volvemos a reír. Cruzamos la avenida.

           Cuando viajo y veo esto pienso 2 cosas: o nos rompemos la cabeza entre todos, o me paro y les digo que no vale la pena. Siempre, por ahora, hago lo último. Es que no me gusta ser espectador del programa diario.





Pablo Belzagui  5.10.2010